Los bienaventurados de Dios están más cerca de lo que a veces pensamos. Son nuestros pobres, nuestros vecinos, nuestros abuelos, nuestra gente. Los de aquí y los de allá, los de ayer y los de hoy.
Y es que basta abrir los ojos para reconocer a nuestro alrededor gestos de amor y esperanza, de esos que hacen que el mundo siga en pie... Pues no se trata de heroísmos estruendosos o de vidas sin tacha ni quiebres...
Se trata más bien de pequeñas luchas cotidianas, de rostros que lloran su pena sin ahogarse en ella, o de ojos que aprenden a mirar con transparencia el mal que nos circunda y sin embargo no dejan de reconocer la bondad del corazón humano.
El Reino de Dios se deja encontrar con los ojos de la fe. Donde todo parece oscuridad y tinieblas, reconocemos latidos de consuelo, de misericordia, de compromiso. Rostros que se resisten a desaparecer en el mercado de la indiferencia, rostros que tienen hambre y sed de justicia, que buscan la paz en el trabajo, en la familia, entre los pueblos.
Perseguidos o ignorados, marginados, calumniados. Mujeres solas, hombres de trabajo, jóvenes sin artificios. Los feos, los nadie, los obesos; los que no acumulan éxitos sino que viven humildes el día a día... Aún cuando no cuenten para la mayoría, son en Dios bienaventurados.
Publicado por Cristóbal Fones sj
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