Mi niñez la pasé jugando en los cerros con los vecinos del campo, entre perros y en medio de la naturaleza. Fue una niñez muy sana, con mucho contacto entre los hermanos. Si bien somos bastante diversos entre nosotros somos muy unidos.
En mi familia la fe es muy importante. Mis papás participaron desde siempre muy activamente en la Iglesia, y eso lo fueron transmitiendo a sus hijos a través de la misa dominical y rezando juntos en la casa. El mes de María era importante, igual que otras celebraciones como la Navidad, que eran espacios fundamentales para compartir la fe. Recuerdo que por muchos años en Navidad no abríamos los regalos hasta pasada la medianoche, y a esa hora hacíamos juntos una oración en la que cada uno leía una carta que tenía que escribirle a Jesús, contándole qué regalo queríamos hacerle para el próximo año. Aparecían cosas muy profundas, y era también la ocasión para contarnos cómo estábamos, qué estábamos viviendo y qué era para nosotros lo importante.
Igual peleábamos como en cualquier familia, pero creo que esa presencia de Dios entre nosotros nos dio una riqueza especial; agradezco mucho al modo en que nuestros papás nos criaron.
Ellos no estaban ligados al mundo ignaciano. Fue a través de nuestra inmersión en el colegio que la familia completa se fue haciendo más ignaciana.
Nos fuimos a vivir a Santiago cuando yo estaba en quinto básico. Fue un cambio grande pasar de vivir en el campo con mucho espacio y una intensa vida familiar, a un departamento donde no había mucha entretención más que la tele. Gracias a Dios estábamos al lado de una plaza que reemplazó un poco nuestro jardín de Calera de Tango, y muy cerca del colegio.
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