Entre las innumerables definiciones del ser humano, hay una que está latente en toda la historia del pensamiento, al menos del occidental: la de “animal propietario”. La connatural indigencia del ser humano para poder subsistir por sí mismo, se refleja en la necesidad de apropiarse de las cosas que lo rodean, con la ayuda de los demás o a sus expensas. El instinto de apropiación se evidencia cada día en la forma en que el niño, indefenso y carencial aprende a vivir y expresarse con las palabras “mío” y “mía”. Todas las disciplinas del saber humano han resaltado esta dimensión antropológica básica, que bien podemos calificar como un existencial humano.
Y, como ocurre con otros existenciales humanos (el poder o la sexualidad), también la propiedad ha mostrado ser un arma de doble filo. A la vez que se manifiesta como una forma ineludible de realización humana, puede convertirse, y se convierte, en una amenaza tanto para uno mismo como para los demás y para la misma naturaleza que lo acoge como huésped. Por eso, la cuestión de la propiedad ha sido siempre problemática y ha necesitado ser pensada y legitimada. Ya desde Platón y Aristóteles que, por cierto, disentían al respecto.
El término “propiedad” viene del latino proprietas, sinónimo del de dominium, al que los Digesta de Justiniano definían como “el derecho de usar, de gozar y de abusar de su cosa en la medida en que lo admita la razón jurídica”. Pero sería un anacronismo inadmisible querer encontrar en dicha definición la fórmula adecuada para referirnos al hecho de la propiedad en nuestras sociedades modernas. Pues “usar, gozar y abusar de sus cosas” en el mundo romano, en el que la economía estaba inmersa en un orden ético y religioso, no significaba un ejercicio de derechos sin obligaciones ni deberes. Razones de justicia y de piedad ataban la libertad del “dominus”, señor y amo de su casa, en el ejercicio del derecho de propiedad.
Publicado por Demetrio Velasco Criado en CiJ. Sigue leyendo...
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